Caído el muro de Berlín, acordada la moneda única europea, y comercializados los vuelos low cost, los ciudadanos nos movemos libremente por un mundo en el que la piel acaso sea la última frontera.
Recuerdo la historia entre una mujer negra de Surinam y un hombre blanco de Holanda. Al parecer, todo dio comienzo con un paseo por un bosque en el que las hojas del otoño revoloteaban juguetonas en círculos concéntricos -cada vez más pequeños- hasta convertirse en diminutos tornados de aire, tierra y fuego.
Muchas conversaciones, paseos, películas, risas, bailes y conciertos después, la piel no representaba una frontera para encontrarse a solas, sino un coqueto balanceo hacia la intimidad de dos seres. Observados por un invisible espía ruso, hubiérase dicho que traicionaban a sus ancestros, educación, nacionalidad, idioma, gastronomía, cultura, religión y ritos sociales. Observados por un ángel negro de Antonio Machín, hubiérase dicho que juntos empujaban la última frontera en un intento (entre desesperado e irreverente) de ir más allá de todas las convenciones.
Persistieron en su empeño con los altibajos de noria inherentes a la vida, y pese a las dificultades llegaron a convivir un tiempo y tuvieron un niño -de gran belleza e inteligencia- al que llamaron Orfeo. La historia pudiera tener un final feliz si la dejásemos ahí, pero no sería honesta del todo si no les contase un pequeño detalle, Orfeo nació rayado: blanco, negro, blanco, negro, como una cebra. Diríase que su anatomía reflejaba con descaro y precisión cada una de las fronteras que sus padres habían decidido transgredir.
Recuerdo la historia entre una mujer negra de Surinam y un hombre blanco de Holanda. Al parecer, todo dio comienzo con un paseo por un bosque en el que las hojas del otoño revoloteaban juguetonas en círculos concéntricos -cada vez más pequeños- hasta convertirse en diminutos tornados de aire, tierra y fuego.
Muchas conversaciones, paseos, películas, risas, bailes y conciertos después, la piel no representaba una frontera para encontrarse a solas, sino un coqueto balanceo hacia la intimidad de dos seres. Observados por un invisible espía ruso, hubiérase dicho que traicionaban a sus ancestros, educación, nacionalidad, idioma, gastronomía, cultura, religión y ritos sociales. Observados por un ángel negro de Antonio Machín, hubiérase dicho que juntos empujaban la última frontera en un intento (entre desesperado e irreverente) de ir más allá de todas las convenciones.
Persistieron en su empeño con los altibajos de noria inherentes a la vida, y pese a las dificultades llegaron a convivir un tiempo y tuvieron un niño -de gran belleza e inteligencia- al que llamaron Orfeo. La historia pudiera tener un final feliz si la dejásemos ahí, pero no sería honesta del todo si no les contase un pequeño detalle, Orfeo nació rayado: blanco, negro, blanco, negro, como una cebra. Diríase que su anatomía reflejaba con descaro y precisión cada una de las fronteras que sus padres habían decidido transgredir.
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